jueves

Sesenta y dos

 Un lunes



Después de numerosas relaciones sexuales, de manifestaciones pasionales y de encuentros furtivos, luego de años de rutina marital, Ana ha descubierto, a raíz de un vídeo que fortuitamente ha llegado a sus manos mientras navegaba por internet, que es una persona asexual. 

Tiene apenas 37 años, dos hijos de una relación convencional y mantiene relaciones esporádicas con su marido, como parte del ritual, cuando los descendientes lo permiten y ya no tiene más excusas que inventar. 

Ana, comprende ahora, que ha usado su cuerpo para agradar a los demás en una búsqueda infantil y romántica de ser complacida por complacer. Y tomará entre sus manos el vibrador que yace en el cajón de la mesita de noche y llegará al orgasmo en una merecida autocomplaciencia.

 

 

miércoles

Y me llevo una

 Jueves




 

La última vez estaba tomando algo en una cafetería, su recuerdo me golpeó súbitamente en la sien de tal manera que hasta, de lo sorpresivo, me atraganté con el sorbo de café. No era un hombre corpulento, su voz era vulgar y también su inteligencia era mediocre. Ninguna faceta de su físico llamaba atención por su atractivo. Un tipo corriente y, sin embargo, ahí estaba, ocupando un espacio en mi mente.

El sexo con él era cojonudo, eso sí. Llegamos a la cama después de mucha persistencia, de eternos mensajes y preludiosos cafés. El hombre más obstinado que he conocido. Y ahí estaba nuevamente, entre mis piernas, complacidas.

Recuerdo los amantes que no he amado, incluso algunos que ni llegué a besar, con más intensidad y  frecuencia que los que tuvieron carta blanca y coito a granel.

 

Y como por capricho del destino, hoy, años después, llega un mensaje suyo: “un café a cambio de un beso”. Un no es una invitación a insistir y ya no estoy en la edad de juegos infantiles, tiras y aflojas o tomar y dacar. Me rendiré de nuevo a su rueda de acoso y derribo y follaremos sin amor, atracción ni cariño, como clientes de un burdel con ticket de regalo con fecha pronta a caducar.

 

Yo puedo si tú me dejas


 Me despierta un rosa cálido acompañado por el ruido de los pasos trémulos de mi madre, siempre tan sacrificada, finjo que no la he oído aunque puedo percibir su presencia.  Me pongo las zapatillas de un mullido celeste y en el pasillo el olor del  café me muestra el sendero que me llevará hasta la cocina. Mi fiel amigo Tobías se está quedando sordo, se acerca a mis piernas y me lame la mano como gesto amable de  saludo.

-           Estás guapa hoy_ me dice mamá acercándome la taza roja a las manos _ cuidado, que quema.

Huelo la premura de un naranja vibrante y espero, paciente, el momento del estallido.

-           Ha llamado Carlos_ dice y su voz suena a fingida indiferencia

Sorbo del café y ciertamente, quema. Me paso la lengua por los labios dolidos por el rojo líquido  y busco con la mano una servilleta blanca que mi madre se apresura a alcanzarme.

-           Dice que no le devuelves las llamadas_ insiste ella

-           ¿No hay azúcar?, necesita más azúcar_ y tomo entre mis  manos el envase de cristal con pequeños vidrios de soles antes que mi madre lo haga por mí.

-           Es un buen chico, Luisa

Me levanto y llamo a Tobías que viene audaz a mis rodillas con su cadena  violeta entre los dientes.

-            Llévate un bollo para el camino

Salgo a la calle acompañada de Tobías y seguida cerca de mi madre, me mantiene la puerta tierra abierta y sé que me está mirando mientras continuo calle abajo hacia el aroma a musgo fresco envuelto hoy en un cariz de bolsas de basura apiñadas. Fuera del alcance de su desaprobación me pongo los cascos y suena “Dancing in the moon” de un color natilla. El olor verde se convierte en gris y saco el paraguas del bolso. Poco después empiezan a caer gotas azules. Se oyen alaridos lejanos rojos y pasos rápidos que corren entre lila y amarillo. Tobías aminora el paso. Mi madre clama  mi nombre en un rosa candente y finjo, nuevamente, que no la oigo. Un ruido seco, un golpe negro. Silencio. En el cielo se ven todos los colores a la vez, a excepción del rosa cálido de mi madre, ése, que huele a galletas y  que echo tanto de menos.

 

martes

Ciento Veinticinco pasos

 Ciento veinticinco pasos...

 


Los surcos en la comisura de los labios parecen arrugas prominentes y desdibujan su rostro dos cuencas donde antaño hubo mullidas mejillas. Conserva intacto el atractivo físico, el sentido del humor y la intuición femenina, le fallan la autoestima y el cuerpo esculpido de una veinteañera.

 

 

En Praga las noches son largas, los grises se tiñen de  color marengo y los ruidos de la noche  fingen silencios. En Praga un miércoles a las dos de la mañana, calle abajo del callejón del Oro, las malas lenguas afirman que te cruzas contigo mismo en el peor de tus momentos. Las sombras te acorralan y los susurros te atormentan el cerebro.

Y durante el paseo, en el que te preguntas porqué  una falda tan corta, la humedad se cala en tus huesos, el eco te devuelve en forma de azote el rezumbar del son de tus tacones. En Praga hace frío en invierno, un álgido abrigo te cubre las espaldas y un cigarro húmedo te calienta las entrañas.  Bajo cada una de las farolas que te acompaña en el camino se evidencian las arrugas de tu rostro, cansado y embadurnado de maquillaje corrido. El rímel  ha dejado un sendero por donde resbalar tus lágrimas y queda poco del carmín que vestía de rojo tus labios.

 

En Praga un jueves a las 7h de la mañana se encontraron un  cuerpo tendido. Desde entonces  si caminas solo por la noche y te cruzas contigo mismo puedes oír, junto a los murmuros, una carcajada.