Ciento veinticinco pasos...
Los surcos en la comisura de los labios parecen arrugas prominentes y desdibujan su rostro dos cuencas donde antaño hubo mullidas mejillas. Conserva intacto el atractivo físico, el sentido del humor y la intuición femenina, le fallan la autoestima y el cuerpo esculpido de una veinteañera.
En Praga las noches son largas, los grises se tiñen de color marengo y los ruidos de la noche fingen silencios. En Praga un miércoles a las dos de la mañana, calle abajo del callejón del Oro, las malas lenguas afirman que te cruzas contigo mismo en el peor de tus momentos. Las sombras te acorralan y los susurros te atormentan el cerebro.
Y durante el paseo, en el que te preguntas porqué una falda tan corta, la humedad se cala en tus huesos, el eco te devuelve en forma de azote el rezumbar del son de tus tacones. En Praga hace frío en invierno, un álgido abrigo te cubre las espaldas y un cigarro húmedo te calienta las entrañas. Bajo cada una de las farolas que te acompaña en el camino se evidencian las arrugas de tu rostro, cansado y embadurnado de maquillaje corrido. El rímel ha dejado un sendero por donde resbalar tus lágrimas y queda poco del carmín que vestía de rojo tus labios.
En Praga un jueves a las 7h de la mañana se encontraron un cuerpo tendido. Desde entonces si caminas solo por la noche y te cruzas contigo mismo puedes oír, junto a los murmuros, una carcajada.
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