Echo de menos el caminar descalza por el pasillo, dueña absoluta de cada mota de polvo y de mis rutinas más egoístas
Me observo en el espejo del baño mientras aparto su cepillo de dientes para apoyar el mío. Es un gesto minúsculo, pero pesa como una declaración de guerra contra mi antigua independencia. He pasado años blindando mi corazón con capas de autosuficiencia, convencida de que nadie más encajaría en las grietas de mi carácter. Y aquí está, en findes alternos, dejando su rastro de café en la cocina y desordenando mis sábanas de hilo con la naturalidad de quién anda en propia casa.
A veces le miro de reojo mientras duerme y siento una mezcla extraña de ternura y reproche. Ha venido a desmantelar mi fortaleza solitaria con la paciencia de quien no tiene prisa. Acepto el reto de dividir mi aire, de ceder el lado izquierdo de la cama y de reconocer, con una sonrisa resignada, que compartir es la forma más noble de perder el control del egoísmo.
Cuando marcha, me quedo observando la puerta, debatiéndome entre el calor de su abrazo y la fría, pero gloriosa, libertad de volver a ser la única dueña de mi aire durante toda una semana.
Hola, Aina.
ResponderEliminarMe debatiría exactamente en ese mismo punto: entre el calor de su cuerpo y la fría pero adictiva libertad de recuperar mi espacio intacto. Y lo peor (o lo mejor) es que ya no sé cuál de las dos cosas me gusta más. Compartir me obliga a ser mejor persona, a ceder, a escuchar, a vulnerabilizarme. Pero solo, vuelvo a ser el dueño absoluto de mis rutinas egoístas, y eso también me sienta de puta madre. Al final, creo que no quiero elegir. Quiero los dos mundos a la vez: la intensidad de tenerla aquí desordenando mis sábanas y la paz de volver a ser solo yo durante la semana.
Tu cadencia al escribir es mágica.
Un abrazo.