martes

A mil kilómetros de pasos

 


La estancia emana un olor agrio, a ser humano, a aliento y a espacio consumido. Las ideas no fluyen, rebotan en las sienes y vuelven, en bucle, a nublar mis razones, necesitan tanto oxígeno como esta habitación. Los dedos dibujan círculos sobre los muslos desnudos, sobre el vello que suave cambia el rumbo para asentarse nuevamente a su estado original.

Conmigo. Tan cerca de mí misma que puedo oír mis pensamientos, de sentir el calor de mi respiración, de oler mis axilas. Tan sola que siento resonar en mis tímpanos el ruido del vacío. Tan serena que confundo la tranquilidad con el aburrimiento.

Una copa de vino descansa a mis pies, sobre la alfombra blanca, no tan inmaculada como la recuerdas. Un suspiro se ahoga en la maceta de flores mustias que asoma desde el balcón a la calle, tan cerca que podría tocarla si estirara el brazo,  tan lejana como  recorrer un océano a nado.

El sol se despide apático en el horizonte y se oye cómo, abajo en la avenida, María baja la persiana de la rebotica. Un vestido impecable sobre la silla me mira con desconcierto, unos zapatos de medio tacón para aguantar toda la noche simulan que no estoy y un bolso negro, que ha vivido mejores épocas, me guiña un ojo en señal de complacencia. Sin embargo, el maldito espejo, desafiante, me devuelve tu recuerdo en mi imagen.  Una huella que me esfuerzo en mantener, un tiempo que me obliga a olvidarDoscientos pasos al cielo, juraría que es una eternidad, una eternidad cuando tú no estás.

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