Los tacones de mis botas se hunden entre el follaje y la sensación me resulta agradable; al otro lado de la acera los barrenderos limpian las calles de hojas como si de basura se tratara, deshaciéndose de un escobazo de mi romántica visión. Mis sueños duran un suspiro y ya no soy Ginger Rogers por las calles de Broadway sino yo misma en una calle de Palma repleta de excrementos de perro y colillas de cigarros camuflados bajo una manta de hojas secas.
A veces me creo invencible, me autoconvenzo que soy capaz de parar el mundo y que mi aptitud es ilimitada. No soy consciente de que esos pensamientos son fruto de una escasa reflexión, por lo que cuando suceden devienen decisiones insensatas. Luego, después de las decisiones y a medida que se acerca el momento del juicio, la realidad se estampa ante mis ojos, recupero la mortalidad y, si se me permite, me echo atrás. Hay ocasiones que retroceder no me es concebido y son esos momentos en los que flaqueo y entierro mis anhelos en la desesperación de un "no voy a poder" camuflado por un "no quiero" como si un suicida que, en pleno proceso de vuelo, se arrepiente de haber saltado del ático.
La playa, que no pisé en verano, en invierno se ha convertido en mi asilo. Allí me resguardo de las banalidades cotidianas que nublan el entendimiento. De los futuros prometedores que se convierten en presentes decepcionantes. De recuerdos que se resisten al olvido, de alientos fingidos, pesares simulados y besos censurados. Y, rodeada de silencio, vuelvo a ser Ginger en su playa de Santa Mónica esperando, quizás, a mi Fred Astaire.
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Pasos